Luego de que
ACÁ hiciera honores a mi condición de premiada con la encomienda de contar "Las milongas de mamá", continúo en esta entrada:
La mayor parte de lo que me decían los adultos alrededor mientras crecía, tenía su contenido de verdad, solamente, algunas veces, estaba desproporcionado... o era inespecífico. Por ejemplo, mi abuela decía que si comía la masa de los hot cakes o de los pasteles, me empacharía, pero yo comía la masa que quedaba embarrada en el recipiente que ella había usado, o la masa que quedaba en las aspas de la batidora -esa me la daba mi mamá-, y no me empachaba. Crecí, me casé, y en los primeros días de mi hogar recién fundado, gozando la libertad de hacer lo que me viniera en gana, preparé masa para un pastel, y me la comí. Me empaché. La cosa es que mi abuela no era específica. Durante años, tuvo un problema porque yo "contestaba". Y es que yo no daba lata: tenía excelentes calificaciones y hacía lo que debía; pero lo que yo consideraba el ejercicio de mi legítima libertad de expresión y facultades argumentativas, mi abuela lo consideraba "contestar", así que la pobre decía: "no me contestes", y yo respondía: "no te estoy contestando"; ella se excitaba: "que no me contestes", y yo continuaba: "que no te estoy contestando", ad infinitum. Juro con la mano sobre las obras completas del Marqués de Sade, que yo no entendía que "no-te-estoy-contestando" era una "contestación". Si mi abuela hubiera hecho la abstracción correspondiente, mostrándome "cuando dices 'no te estoy contestando' estás respondiendo", y si hubiera indicado "ahora que yo termine esta oración, guarda silencio", además de haber detonado mi metacognición, yo habría entendido y lo más probable es que, de no haber dejado de contestar, al menos lo habría hecho a sabiendas. Pero bastante hacía mi abuela con criarme.
Criar implica transmitir creencias, y muchas veces, lo que se cree es infundado o falso -que no es lo mismo-. En este caso, cuando la persona que cría, cree verdaderamente cosas que
no son, o al menos, que no se pueden justificar lógica o empíricamente, me cuesta llamarles milongas... pero sí, son cuentos. Entre estos cuentos que mi abuela creía, están los inofensivos, de la cocina. Cada invierno hacía bizcochos -ahora dirige a las demás hacedoras de bizcochos, porque se cansa-. Batía manteca vegetal con enérgicos movimientos rítmicos, que daba gusto ver. Lo hacía hasta que la manteca tenía una consistencia determinada, que no soy capaz de describir, y entonces, hacía una prueba: ponía un poco de manteca en un vaso de agua tibia; si flotaba, es que ya estaba lista. Hasta que crecí suficiente como para preguntar por el principio físico que explicara el asunto, y mi abuela se encontró sin respuesta, y se me ocurrió el experimento obvio: ¿qué pasa si pongo un poco de manteca recién salida del paquete, sin batir, en un vaso de agua tibia? Descubrimos, mi abuela y yo, que lo que pasa es que flota. Así el agua esté tibia o no, y la manteca esté nada batida, a medio batir o batidísima. Luego están los cuentos relativos al sexo, cuya premisa básica es que el sexo debe evitarse. Mi abuela en esto tampoco decía cosas específicas, pero sí decía "hay que tener mucho cuidado, porque mira: si te toma la mano, va a decir que te agarró el brazo; si te agarra el brazo, va a decir que te agarró el hombro"... lo cual no es ninguna tontería, efectivamente hay que tener cuidado, y hay hombres habladores; pero ni a los trece años estuve dispuesta a alimentar el cuento caduco de que mi valor como persona-mujer dependía de mi grado de evitación del sexo. Creo que las señoras de entonces tenían un sistema de puntos: la mujer que no evita el sexo, pierde dos puntos; la mujer que busca el sexo, pierde diez puntos; la mujer que disfruta el sexo, pierde treinta puntos; la que lo disfruta y lo dice, pierde ciento veinte. Las mujeres de la casa de cada señora, éramos como sus fichas en el tablero del juego, y ellas ganaban o perdían en función de nuestra suma-resta de puntos.
Silvia Parque