Los niños necesitan concebir a sus papás -o a sus cuidadores principales- como
completamente confiables y para eso se hacen una imagen impoluta de ellos. Los papás son
la medida de las cosas, así que como sean, están bien para el niño pequeño: esto es parte de la tragedia del maltrato infantil.
Los adolescentes necesitan descubrir la imperfección de los papás -o cuidadores principales-, sus errores, su maldad, sus límites. Crecer implica lidiar con la
decepción de que
esas personas
reales están tan lejos del ideal como cualesquiera. Normalmente, empezamos a
estar bien con esto cuando descubrimos que
también nosotros cometemos errores, obramos mal y tenemos límites que nos constriñen. No estoy hablando del entendimiento racional de la falibilidad humana: un niño sabe que se puede equivocar. Los niños también pueden reconocer cuando han actuado de "mala fe". Pero es hasta que empieza la juventud que pasamos por la necesaria decepción de nosotros mismos, que nos lleva a vernos
realmente como somos (no estoy segura de que se pueda generalizar, pero creo que pasa más o menos en ese momento). De adolescentes vamos por la vida con la frente
muy en alto, podemos juzgar duramente y tener la certeza de que jamás vamos a hacer
eso que no
va con lo que somos.
Un día, descubrimos que
no hay "bueno" y "malo" en continentes separados. Que todos tenemos "un lado bueno" y "un lado malo" pero que no son dos caras de la misma moneda sino que... las cosas, las personas, las situaciones
son complejas: también nosotros mismos. Se termina la inocencia.
A mí me ha estado pasando últimamente una segunda vuelta de este proceso. Me siento como en la película de "Sexto sentido" cuando el personaje de Bruce Willis descubre que está muerto y es un fantasma.
Silvia Parque