lunes, 26 de diciembre de 2011

Después del lomo mechado, los frijoles puercos, el espagueti en queso philadelphia, la ensalada de manzana, el puré de papa y la piña vietnamita en trocitos

Siempre asocié la abundancia con la fiesta, el exceso con el placer. Cuando era niña, me parecía esencial que sobrara comida en las fiestas de diciembre: que nos hartáramos de la posibilidad de continuar con el recalentado hasta el día de reyes. (Lo mismo aplica para la "bebida", que regularmente fue ponche sin alcohol, y refrescos de cola y de toronja.) Esuve, en mi fuero interno, completamente en desacuerdo con la sensatez de mi familia, cuando fue ajustando la cantidad de comida a la disminución en el número de comensales. De pronto se preguntaban si habría pavo o pierna de puerco, en lugar de las dos cosas y alguna otra. Luego mi abuela y su equipo de tías empezaron a liberarse de la esclavitud de hacer kilos y kilos de bizcochos, empanadas y buñuelos, y tuvimos que contentarnos con suficientes de los primeros, más repostería comprada -nunca comparable con el fruto hogareño de la esclavitud-. Así y todo -gracias a Dios-, siempre hubo prácticamente "de todo" y más bien "mucho". De hecho, adopté la costumbre de indigestarme el día de navidad o la última noche del año. El matrimonio fue curando esa costumbrita, y por otros motivos pero en el mismo sentido, empecé a complacerme en la satisfacción -quiero decir: sin hartazgo-. De cualquier manera, la imagen de la mesa llena, y el olor de los platos servidos, siguen siendo de las cosas que más disfruto de estas fechas -de lo que más disfruto en la vida, y de mis mejores recuerdos-.

Silvia Parque

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